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Viejas sombras

2 de marzo de 2016

Edificio de Dirección con los eucaliptos en uno de sus laterales

De aquellos viejos eucaliptos ya no queda nada.

Seguramente habrán sido pasto del fuego o puede que terminaran desmenuzados y mezclados con ácidos y sales para componer con su celulosa miserables papeles de envolver. El hombre, inmisericorde, necesitó la tierra que ocupaban y de poco sirvieron tantos años de servicio dando sombra, susurrando al compás del viento y amparando los nidos de los pájaros del barrio.

Leí una vez que en tiempos de las teleras los humos acabaron despiadadamente con toda la vegetación en kilómetros a la redonda, convirtiendo Riotinto en un páramo tan desolado que se parecía a la Luna y, aunque ahora la ciencia diga que se parece a Marte, yo en esto creo más a los poetas. Por aquel entonces los ingleses decidieron repoblar el arbolado en la comarca, puede que por la escasez de madera o quizás para devolverle a la naturaleza tanta vida robada. Contrataron a un biólogo sueco que seleccionó las especies y lugares y pusieron a mujeres y niños a plantar pinos y otros árboles por la zona. Seguramente sería él quien trajera aquel Ginkgo que nunca pudimos encontrar pero que debe estar por ahí, y puede que nos diera también nuestros eucaliptos. Realmente no lo sé, pero me gusta pensar que fue así.

Porque cuando yo conocí aquellos eucaliptos ya eran viejos, muy viejos, y aunque puede que nadie se molestara en contarles los anillos cuando los talaron, es seguro que necesitaron muchísimos años para crecer más altos que el propio edificio de La Dirección, ensanchando aquellos enormes troncos que no conseguíamos abarcar entre dos niños con los brazos abiertos.

De niños eran nuestra segunda casa, nuestro bosque, nuestro escenario ideal para cualquier historia que pudiéramos imaginar. Jugábamos bajo sus copas majestuosas, tropezábamos con sus raíces cuando ya casi íbamos a meter un gol, a veces nos regalaban una abundante munición de pirulas para nuestras inocentes escopetas de gomas, otras hacíamos palos de golf con sus ramas y también bates de béisbol o espadas de romanos o escopetas para jugar a los pistoleros. En verano nos resguardaban con su sombra; en invierno sus ramas y sus hojas secas servían de techo para nuestras cabañas.

Siempre estuvieron ahí, testigos de nuestros descubrimientos, cómplices de mil travesuras,  techos frondosos que nos protegían del chaparrón hasta que la noche suspendía los juegos y nuestros nombres iban saliendo a voces por las ventanas para que uno tras otro fuéramos desfilando a regañadientes hacia nuestras casas.

Sí, estuvieron ahí todo el tiempo, viéndonos jugar y crecer, y allí se quedaron cuando la vida nos separó de su sombra para buscarnos cobijo en otros lugares. Quedaron solos, indefensos ante el hombre y su mundo de escrituras, catastros, propiedades, desarrollos, necesidades y sacrificios. Y quienes tanto les debíamos no estuvimos para levantar una mano por ellos.

Cuando vuelvo al pueblo y duermo en mi habitación de niño me parece escuchar todavía un rumor de ramas agitadas por el viento y la tormenta junto al eco lejano de  voces y risas. Lo sé, sólo eran unos árboles, pero nosotros… nosotros sólo éramos unos niños.

Israel Aguiar Hernández.

Gracias por la foto a Alfredo Moreno Bolaños.

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